¿El mundo está loco?
La victoria de Donald Trump plantea muchas preguntas, y respuestas.
Matt Drayton (Spencer Tracy) dirige un periódico progresista en la también progresista San Francisco. Matt es un hombre de éxito y, como cada viernes por la tarde, llega a su hermosa casa a cambiarse de ropa para jugar al golf con un cura católico amigo suyo. Pero ese viernes Matt se encuentra con una sorpresa. Su esposa Christine (la Hepburn) y su hija Joanna, 23 años, andan muy excitadas. Joanna acaba de volver de un viaje en que ha conocido al hombre de su vida, un tal doctor John Prentice. La pareja irá a Suiza esa misma noche, y Joanna se va a casar con él. Aparece entonces el doctor John Prentice. El doctor Prentice (Sidney Poitier) es un hombre apuesto, de un aspecto impecable que contrasta con la pinta desastrada que en ese momento luce el viejo Matt, bajito, arrugado, las gafas torcidas y el cuello de la camisa mal puesto. Hay algo más: John Prentice es negro. Matt siempre ha defendido la igualdad racial en su periódico, eso no es problema, ¿o sí? Joanna es su hija, la niña de sus ojos. A Matt le empieza a parecer que todo es muy precipitado. Matt es un progre de toda la vida pero sabe muy bien que hay mucha gente con prejuicios que pondrá muchos problemas a la pareja. Entonces, el doctor Prentice añade todavía más presión sobre el pobre Matt ya que, en privado, le confiesa que, siendo él muy consciente de la adoración que Joanna tiene por su padre, la boda no se celebrará si Matt no da su bendición. El juicioso doctor entiende que la falta de apoyo de los padres de Joanna constituiría una dificultad insalvable. Joanna no sabe nada de esto, como tampoco sabe nada de las objeciones que están formándose en la mente de su padre.
Llega el cura católico y, cuando se entera de lo que pasa, se suma con más fervor si cabe al entusiasmo de madre e hija por el matrimonio interracial. A Matt le falta el aire. Tiene que hacer algo. Él es periodista, dirige un periódico. ¡Eso es! Debe averiguar quién es realmente ese advenedizo que pretende casarse con su hija. Si resultase ser un impostor, si no fuera el doctor que dice ser… ¡Oh, entonces todo estaría solucionado! Matt utiliza sus contactos. Hace unas llamadas y espera. Pronto se sabrá la verdad. Y la respuesta llega: John Prentice es como el Capitán Trueno y Superman juntos, con una lista de méritos interminable que le hace merecedor del Nobel de medicina, o el de la paz, o los dos a la vez. El taimado de Prentice es tan honesto que incluso ha dejado unas monedas por una llamada telefónica que ha hecho a sus padres. ¿Sus padres? Ciertamente. El señor y la señora Prentice también vendrán a cenar desde Los Angeles.
Matt no puede más. Sí, el doctor Prentice es el hombre que todo padre querría para su hija, la pega es que sigue siendo negro. Matt se ha vuelto conservador de golpe, se enfada con su mujer, riñe con su amigo cura, y lo peor de todo, tiene miedo de decirle lo que piensa a su propia hija. Matt no se reconoce. La llegada de los padres de John Prentice todavía añade más leña al fuego. John Prentice padre, hombre muy honesto pero de poca escuela, conservador de toda la vida, se opone a ese matrimonio interracial con mucha más convicción que Matt.
Ahora y entonces
Adivina quién viene a Cenar (1967), dirigida por Stanley Kramer y escrita por William Rose, fue la última película de Spencer Tracy junto a Katherine Hepburn. Tracy moriría 17 días después de finalizar el rodaje. En ese no tan lejano 1967 había todavía 17 estados de EE.UU. que prohibían explícitamente los matrimonios interraciales. El horno no estaba para bollos. El 4 de abril de 1968 sería asesinado el Rdo. Martin Luther King, activista por la igualdad de derechos para todas las razas, y el 6 de junio también caía de un disparo el candidato progresista a la presidencia de Estados Unidos Robert Kennedy.
Hoy en día todo a cambiado, todo es distinto, muy distinto de como era en 1967. Estados Unidos ya tuvieron en Barack Obama a su primer presidente negro, por dos legislaturas, de 2008 a 2016. Y como sería de esperar, Barack Obama guarda un extraordinario parecido con idealizado doctor John Prentice de la película de Stanley Kramer, elegante, de verbo fácil y con principios elevados. Y su esposa Michele, abogada brillante y de buena presencia, es una versión femenina todavía más cercana al ideal si cabe. La cosa no acaba en los Obama. Dos de los candidatos republicanos más prominentes de la campaña presidencial de 2016 eran hijos de inmigrantes cubanos: Ted Cruz , el guardián de las esencias conservadoras, y Marco Rubio, el preferido del establishment del Grand Old Party. Y tampoco hay que olvidar que el candidato demócrata era mujer: Hillary Clinton. La campaña presidencial de 2016 parecía disipar todas esas sombras, temores y prejuicios que se cernían sobre los Drayton y los Prentice de 1967. Sí, hoy en día, entre personas razonables, no se puede justificar la desigualdad por raza o sexo. Pero, ¿seguro que han cambiado las cosas?
Para empezar, ganó Donald Trump, varón blanco. ¿Seguro que es un mundo diferente? En EE.UU., muchas personas de color dirían que su situación no ha mejorado con los ocho años de Obama. Tienen razón.Los números cantan. Según datos de la Reserva Federal de 2016, un hogar de blancos tenía una riqueza neta mediana diez veces mayor que la de individuos negros, una diferencia mayor que en 2007, cuando Obama estaba al llegar. Esto nos lleva a pensar que las cosas han cambiado por arriba pero no por abajo. Donald Trump viene al rescate, y Marine Le Pen y Nigel Farage. Vienen a solucionarlo todo, y su solución utiliza un discurso contra el diferente que pone los pelos de punta, vaya, que volvemos a 1967 o a peor.
Ante esta situación, podemos formular una hipótesis atractiva. Los estadounidenses, y los ingleses, y los franceses, y muchos más, son unos chovinistas y unos racistas recalcitrantes. Los americanos blancos de ingresos bajos, sin mucha cultura y con poco talento, se han revelado y han propiciado la vuelta a los añorados privilegios de sexo y raza de los que gozaban en los años 50, época dorada en la que ellos cortaban el bacalao y el Ku Klux Klan campaba a sus anchas. Son un blanco fácil, pues queda muy bien ir contra esos individuos, pero que muy bien. En el oído de cada uno de esos indeseables debería sonar una vocecita que repite incansable: «te lo merecías, te lo merecías». El pensamiento calvinista que impera en EE.UU, y cada vez en más sitios, da al éxito económico un valor moral Esto es terrible. El que es pobre por una discriminación de raza o de sexo, que aún las hay, sufrirá penuria pero al menos tendrá una justificación moral para ser pobre y se salvará de la hoguera. Pero fracasar en lo económico siendo blanco y varón no tiene ninguna justificación moral. Eres malo, no sólo incompetente sino malo, mala persona. Eso es terrible, los tentáculos audiovisuales y virtuales te harán sentir tu fracaso y tu penuria no importa donde te escondas. Una culpabilidad de la que no se puede escapar. Eres el malvado Caín del Génesis pero sin ni siquiera poder ir a esconderte al este del Edén, que allí también hay Internet. Y claro, el reconocer que se es tan malo lleva a la locura, por eso necesitamos tantos libros de autoayuda y tantas sesiones con el psicólogo. Pero, ¿son realmente tan abyectos esos estadounidenses que han votado a Donald Trump?
Podríamos plantearnos una segunda hipótesis. Tal vez podría ser, sólo tal vez, que esa añoranza por los años 50 no fuera por los privilegios de raza o de sexo sino por el mundo que representaba la General Motors, ese mundo industrial de la seguridad, ese mundo en el que se fabricaban cosas tangibles, máquinas estupendas que le hacían a uno sentirse orgulloso de haberlas fabricado, un mundo de saber a qué atenerse, que permitía soñar con colocar a hijas e hijos en la universidad, un mundo en el que se tenía la certeza de poder pagar la hipoteca de la casa y de tener una jubilación digna. A esta incertidumbre se le añade la desigualdad. El país sale de la crisis, mejoran los cuadros macroeconómicos, pero yo sigo en precario. El barco de la economía ha sido duramente zarandeado por la Gran Recesión pero por fin endereza el rumbo a buena velocidad de crucero. Pero, ¡eh! ¡Que se han olvidado de mí! ¡Eh! !Que estoy aquí! Nadie oye. El barco se aleja y yo me quedo en el agua. Y la cosa es todavía más grave, mucho más grave, porque a la incertidumbre y a la desigualdad se añade un vamos a peor. En 2016, la consultora McKinsey publicó un informe en que constataba que muchas familias viven peor que en 2000. El informe constataba también un hecho muy significativo. La principal causa de insatisfacción no viene porque al vecino le vaya mejor, sino porque los padres ven que a sus hijos le va a ir peor que a ellos. Es decir, que los pobres y los fracasados no son envidiosos sino padres que se preocupan por sus hijos.
La pobreza es fea
En el cine, los desfavorecidos aparecen guapos y amables, merecedores de la mejor suerte. Tenemos a los israelitas esclavizados de los Diez Mandamientos de Cecil B. De Mille, que en 1956 eran más guapos, más listos y más simpáticos que sus oponentes egipcios En los 70 encontrábamos a los esclavos negros de la televisiva serie Raíces, el noble Kunta Kinte y su adorable descendiente encarnada por la Irene Cara que cantó Fame, muy superiores en moral y en méritos a sus degenerados amos blancos. Más recientemente, también tenemos al Leonardo di Caprio de Titanic, en 2000, tan pobre que no tiene para pagarse el viaje pero, eso sí, baila con más elegancia que cualquiera de los señoritos de la primera clase y se comporta como un héroe hasta el final. Y sin embargo, yo pienso que la pobreza es fea. La pobreza es fea y no puede ser de otra manera porque una peor situación socioeconómica trae por lo general una peor salud y un nivel más bajo de aprendizaje escolar, porque si no se come bien no se está sano, y si no hay para libros y buenos profesores, aprender es mucho más difícil. Los desfavorecidos no acostumbran a ser como el doctor John Prentice, sean del color que sean. Los John Prentice existen, y son admirables, pero excepcionales, escasos, una excepción. Cierto es que hubo genios y famosos que tuvieron orígenes humildes, de la misma manera que hay santos y héroes, pero son la excepción que confirma la regla, una ínfima minoría, por eso son santos y héroes. Originariamente, en la antigua Grecia, héroe significaba ser hijo de un dios y de un mortal, un semidios, lo que nos lleva a deducir que por muchas aventuras de alcoba que tuvieran los dioses olímpicos, los héroes eran casos raros.
El comentarista político inglés Owen Jones denuncia en su libro “Chavs” la mala consideración social que tiene la gente trabajadora en la lengua inglesa de hoy en día. Son la plebe, el vulgo, la chusma (conjunto de gente grosera o vulgar, del griego kéleusma, canto acompasado del remero jefe para dirigir el movimiento de los remos). Hillary Clinton se refirió a los votantes de Trump como la mitad racista, machista y con todos los istas posibles. No se disculpó, sólo admitió que podían ser menos que la mitad. Y ese fue otro error. El 4 de marzo de ese año electoral de 2016, Edward Luce escribía en el Financial Times un artículo titulado “The new class warfare in America” donde también se hacía eco del desprecio que suscitaban los votantes de Trump, los blancos de ingresos bajos. El problema para Hillary es que la gente que se define de ingresos bajos había pasado del 33% en 2000 al 48% en 2015.
Apolo o Dionisos
Hoy en día nadie razonable niega el derecho al voto por razones de raza o sexo, pero, en cambio, se oye a menudo aquello de “cuando ves los energúmenos que andan sueltos, y piensas que esos también votan, uno duda de la democracia”. Nada nuevo bajo el sol. Este argumento ya era usado por las élites del siglo XIX para oponerse al sufragio universal. Inicialmente sólo votaban los terratenientes porque, si la chusma vota, sabe Dios lo que saldrá. En un programa de varietés de finales de los 70, la esposa de un diplomático estadounidense se descolgaba diciendo aquello tan típico de entonces de que la España de los 50 y 60 no estaba preparada para la democracia. ¿Y cuándo lo estará? Cierto que las mayorías también pueden equivocarse, esto ya lo hemos visto. ¿Tienen derecho a es equivocarse? No menos que las élites. Pero, ¿tiene derecho la gente enfadada a votar por un Donald Trump o una Marine Le Pen? No es de descartar que queden decepcionados, y muchos no podrán argumentar por qué votaron lo que votaron. Es el Apolo contra Dionisos, la lógica y la razón contra la otredad y lo indefinido. Barack Obama publicará unas memorias que seguro que estarán muy bien escritas, pulcras y apolíneas, pero a los desfavorecidos les importará poco. Al saberse el resultado electoral de las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos, Paul Ryan, el jefe de la mayoría republicana del Congreso, Apolo del establishment republicano más puro y acérrimo enemigo político de Trump, hizo una reflexión interesante: «tal vez Trump ha oído algo de la gente que nosotros no hemos oído.»
¿Es razonable oír a los irrazonables? No lo sé pero, visto el declive de la clase media, sí que sería muy razonable que los hombres razonables tuviesen empatía con la gente porque, si no, puede pasar que muchos de los que ahora todavía son razonables se vayan convirtiendo en irrazonables. A la gente no se la puede ignorar. Al final de la adaptación cinematográfica de John Ford de la novela de Steinbeck “Las Uvas de la Ira”, Ma Joad dice: “Los tipos ricos aparecen y desaparecen, también sus hijos. Pero nosotros seguimos caminando. Somos la gente que vive. No pueden acabar con nosotros ni aplastarnos. Nosotros saldremos siempre adelante, Pa, porque nosotros somos la gente”.