La vida en un pendrive
Olvidamos el pasado y nos hacemos esclavos del presente
El inicio de esta historia es muy cotidiano. Los papeles apuran. El piso se queda pequeño. La familia se impacienta. !Mal marido! ¡Loco! Tienes el síndrome de Diógenes, de esos que no tiran nada. Un día se nos desplomará el suelo con tanto papel encima, ¡pobres vecinos! ¡Y matas árboles! Te estás convirtiendo en un enemigo público. ¡Te hemos de arreglar urgentemente! Hay un libro de autoayuda muy bueno que enseña cómo tirar cosas. ¿Otro libro? ¿Más papel? ¡No, no! ¡No lo compres! Tampoco lo conserves. Te lo dejan y después lo pasas. El maravilloso libro enseña como prepararse psicológicamente para decir adiós a la cosa que hay que tirar. La receta es poner las cosas alineadas como en orden de revista y a cada una se le dice con cariño: “te agradezco los servicios prestados pero ha llegado la hora del adiós”. Después, ¡qué bien está eso de hacer espacio en casa! Ya no soy un peligro público. ¡Oh, qué bien que estoy! Envío whatsApps a los amigos contando el gran éxito, y eso no ocupa espacio.
El viaje en el espacio, y en el tiempo
Pero adiós es una palabra terrible, abrupta, un punto y final, el pozo del olvido. ¿Y la historia? ¿Y escudriñar el pasado a través de objetos antiguos, de viejas fotos, de pequeños puntos de magia que nos permiten viajar en el tiempo? Hoy en día hay una enorme afición por el turismo, queremos movernos geográficamente, es decir, por el espacio. Vamos a la quinta puñeta del planeta, gastamos keroseno a mansalva pero, salvo unos twitts, apenas nos entendemos con esos de la quinta puñeta, no conocemos su historia, ni su cultura, ni lo que piensan ni lo que sienten. Contaminamos, invadimos y porfiamos hasta que lo exótico deja de ser exótico. El viaje espacial nos sienta mal y no nos enteramos. Y en cambio, con toda esa fiebre por viajar en el espacio, es curioso ver a qué pocos les interesa viajar por el tiempo y gozar del enorme potencial que nos ofrece. El tiempo es una excelente agencia de viajes. Y esto es así porque el paso del tiempo es un juez durísimo que lo pone todo en su sitio, nos separa el grano de la paja, nos dice lo qué se ha convertido en clásico y lo qué sólo fue una moda pasajera, es decir, descarta los destinos cutres. El tiempo y la historia nos señalan dónde otros se extraviaron. El viaje en el tiempo nos permite escarceos exóticos de verdad y el podernos ir por los cerros de Úbeda, que no está nada mal.
Pero nosotros, erre que erre, despreciamos el regalo de la posterioridad por carpetovetónico y trasnochado. No nos gusta el inmovilismo y decimos que la historia es aburrida. ¿John Lennon, aburrido? ¿Es inmovilista indagar en la historia de los años 30 del siglo XX y ver lo bien que rima con el presente? Eso no tiene nada de aburrido, más bien pone los pelos de punta. Ser un viajero del tiempo y explorar el pasado puede ser más emocionante que ir de astronauta por las galaxias, incluso si ese astronauta se llama Skywalker y pilota el Halcón Milenario.
Las garras del presente
Viajar en el tiempo tiene, eso sí, una dificultad muy grande. Hay que ser osado y atreverse a romper la telaraña que nos ata al presente. Para empezar, tenemos toda esa miríada de twitts, whatsapps, mails o instagrams que no nos dejan nunca solos. Desconectar es muy difícil. La telaraña del presente también incluye a toda esa prensa endeudada que debe contentar a sus acreedores, naturalmente, con artículos escritos por estómagos agradecidos al que les paga. Y, para complicarlo un poco más, muchos de esos estómagos agradecidos tienen el verbo fácil y un pico de oro que convierte verdaderas sandeces en piezas literarias. Los que pagan también tienen expertos que son muy hábiles en encontrar maneras de agarrarnos en sus webs, o sea, sus redes. Incluso nos ponen reclamos como eso de los recuerdos de «ahora hace un año» que hay en Facebook o en Google. Ver las fotos del año pasado no está mal pero a la que nos descuidemos un poco vamos a acabar recordando lo que ellos quieren que recordemos. Desprenderse de todo esto cuesta lo suyo, ciertamente, y eso sin negar que todavía queda alguna prensa digna que hace su función y que parte de esta telaraña nos da ese calor del establo que a veces necesitamos para no sentirnos solos. Y, empero, aún sabiendo lo mucho que cuesta, qué bueno sería que de vez en cuando nos liberásemos del omnipresente presente y viéramos un poco de lo hay más allá, para variar.
El segundo impedimento para escapar del presente por un rato son nuestras propias capacidades. La imaginación y la intuición se nutren de los recuerdos que guardamos en la memoria pero, por desgracia, la memoria de uno es limitada y necesita de estímulos y de reclamos, de una pequeña chispa que ponga el motor en marcha para el despegue. Se trata de encontrar un objeto que nos haga evocar aquello que estaba escondido en lo más recóndito de nuestra mente, una vieja foto, un artículo de un periódico de hace veinte años, un manuscrito hallado en una botella… pero, ¡horror! Los trastos y los papeles viejos ya no están!, como no cabían… ¡Estamos amnesicos!, como Winston Smith en el «1984» de Orwell. Atrapado en la amnesia del presente. ¿Qué voy a hacer? ¡Ay de mí!
Afortunadamente, a diferencia de lo que le pasa al pobre Winston Smith en la lúgubre «1984», nosotros tenemos una esperanza. Últimamente nos están visitando unos alienígenas que se ponen por todos lados. Primero llegaron los samsungnianos, del planeta Samsungnio, del más recóndito oriente de la galaxia. A ellos se les añadieron los huaweianos, los xiaominianos y los legianos, después también llegaron los nexianos, del extremo occidental de la galaxia, los hay de muchas especies y planetas. Con todos esos marcianos hay que ir con sumo cuidado porque son ellos los que tejen muchas de las redes que nos agarran al presente. Pero, entre las tramas de sus redes, son ellos mismos quienes nos dan la oportunidad de escapar, eso es, de capturar el pasado, de digitalizarlo. ¡Qué cámaras! ¡Qué fotos! ¡Cuánta resolución! ¡Qué tarjetas SD! Y si hace falta más, un pendrive, que los hay de 250 gigas. Cierto es que para continuar nuestro viaje en el tiempo necesitaremos también un poco de gracia para organizar nuestra información. Es como en el cuento de Hansel y Gretel, hemos de dejar marcas en el camino para no perdernos. Y, cosa muy importante, esas marcas tienen que ser nuestras, nuestros directorios y nuestras clasificaciones sólo las podemos hacer nosotros mismos. Son las señas de nuestra ruta, nuestro mapa del tesoro. Que sean fáciles de seguir por otros, que sean lógicas, pero que sean las nuestras. Que no las hagan otros, otros como las aplicaciones de Apple, que esa es una telaraña muy grande y muy tupida, un Caribdis del que no se sale. Y si he digitalizado y si he guardado bien, entonces habré dejado atrás la telaraña y tendré el mundo el mundo en mis manos. El mundo, ¿qué digo? ¡Tendré el tiempo en mis manos!
CODULA: COntexto, DUrabilidad y Libre Albedrío
Una primera ventaja de eso que guardamos en fotos y en pdf es que se está quieto. Hemos congelado un punto del devenir espacio-tiempo, un pedazo de realidad que fue en su momento. Las fotos nos conservan las cosas en su salsa, en su contexto, al lado de las otras cosas que estaban a su lado cuando pasaron, los otros artículos y noticias del diario de ese día, en la foto de algo o de alguien también aparece a menudo la gente que pasaba por detrás, el paisaje. Una búsqueda inteligente en Internet es todo lo contrario, es como ir en avión, de origen a destino, rápida, eficiente, y directa, es decir, sin ver nada de lo que hay de por medio. La búsqueda de Internet o el viaje por avión es hacer como hace el Phileas Fogg de la Vuelta al Mundo en 80 Días de Julio Verne. El bueno de Phileas consiguió dar la vuelta al mundo en 80 días pero pasaba por el mundo sin levantar la vista de su juego de naipes. Pero el pdf y la foto son como el viaje por tierra, la otra forma de viajar, esa que hicieron Ibni Battuta y Marco Polo, el viaje por tierra pisa por todos los sitios y permite ver todo eso que hay entre origen y destino Ya lo dice Cavafis en su poema. No importa que Ítaca sea pobre cuando llegues, porque Ítaca te ha dado el viaje. El viaje y todo lo que has aprendido de él importa más que el destino.
En segundo lugar tenemos la ventaja de la durabilidad. El tiempo envejece todo lo que pesa, nada se salva, el papel de reseca, las flores se marchitan, el líquido se corrompe, todos envejecemos y nos oxidamos poco a poco. El paso del tiempo nos borra inexorable, nos hace tenues y más tenues hasta que ya no existimos. Las arenas del tiempo lo cubren todo y, sin embargo, la foto digital en 0s y 1s permanece totalmente impoluta, como nueva. Ya lo decía el sabio Platón. La idea de perro es más real que cualquier perro que podamos encontrar por el camino. La vida de un perro es corta y cada perro, cono cada persona, tiene sus achaques, taras, defectos. Lo tangible envejece, se atenúa, se evapora, desaparece, es efímero. Pero lo intangible perdura. Y el mérito de Platón es que cuando dijo eso no había ni pendrives ni ordenadores.
Pero todavía hay una tercera cosa, tal vez, la que más importa, el libre albedrío, nuestra voluntad. El mundo de las ideas y de lo intangible es lo que no se ve y lo que no pesa y, por tanto, no está sujeto a las leyes físicas, es libre. El libre albedrío ya le preocupaba a Calderón de la Barca en «La vida es sueño». «Cuando más vivo menos libre soy» dice Segismundo, el personaje principal, preguntándose si no ponemos evitar nosotros lo que dicen los malos augurios. Desde entonces, y también desde mucho antes, está cuestión del libre albedrío ha preocupado a muchos. Modernamente se plasma en la discusión entre deterministas e indeterministas, o de los relojes y las nubes. Los deterministas dicen que la realidad es como un reloj mecánico, todo lo que pasa es porque hay algo que hace que pase de la forma exacta que tenía que pasar. No existe el más o menos, siempre hay una photo finish, el da lo mismo no existe porque entre dos números reales siempre hay otro, sólo se trata de añadir más decimales. Todo está determinado, como en un engranaje. Los deterministas creen que todo está determinado, que no hay azar. El azar y nuestra sensación de libertad, de poder escoger, es simplemente una falta de conocimiento. Esto se da de bofetadas con el individualismo subjetivista que impera en nuestros días. Es por eso que los indeterministas tienen cada vez más adeptos. Ellos no creen en relojes sino en nubes. Dicen que en el mundo cuántico y molecular sí que existe el azar puro. El aleteo de una mariposa en California puede provocar un maremoto en Hong Kong. Eso quiere decir que nuestro futuro no está determinado. La libertad obtiene al fin su victoria, pero sólo es una victoria aparente. Es una victoria fútil porque, a fin de cuentas, no decidimos nosotros sino los dados. La conclusión es desoladora. Nuestro tan apreciado libre albedrío es sólo eso: un puro azar. ¿Seguro?
Nafta, el pintoresco personaje que aparece en la «Montaña Mágica» de Thomas Mann, sostiene que el mundo es dual, es decir, existe lo material y lo otro. Ese otro es lo intangible, el espíritu, las ideas, los 0s y los 1s o como lo queramos llamar, como no se ve, cada es libre de denominarlo como quiera. Los 0s y 1s tienen una vida propia que escapa de las terribles leyes de la naturaleza. Las ideas son libres y nos proporcionan un ámbito donde el libre albedrío sí que existe. Queremos atrapar las ideas con la lógica, pero las musas siempre se nos escapan, son libres. Y es así como el pintoresco Nafta nos ha salvado la vida. El libre albedrío se refugia en lo inmaterial.
Pero hay un problema. ¿Y si se rompe el pendrive antes de hora? Imaginemos por un momento que el cuerpo de Beethoven es un pendrive. El tenía ya la novena sinfonía en la cabeza, codificada en 0s y 1s, recordemos que Beethoven es un pendrive. Si a Beethoven se le hubiera caído un piano encima antes de que escribiera la novena, entonces el pendrive se hubiera roto, o cortocircuitado, y nos hubiéramos quedado sin sinfonía. Eso también le hubiera podido pasar a Einstein, cuando su Relatividad Generalizada sólo estaba en su cabeza, o a Helmut Grimm, y no tendríamos Terrible Cenicienta ni Bella Durmiente ni Blancanieves ni Ratpunzel. Todo a la porra. Terrible.
Tal vez la solución sea enseñar, compartir… enviar WhatsApps. Eso sí, para compartir se debe tener algo que compartir, un cromo diferente al del otro, algo original. Sí venimos de un viaje en el tiempo, lo del WhatsApp será más interesante. Llegados aquí, sinceramente, no puedo decir más. Las dudas son muchas. Queda mucho por pensar.