Tras las huellas de Matteo Ricci (2)
El arduo camino de la tolerancia

Shaozhou, sur de China, julio de 1592.
El padre Matteo Ricci despertó de súbito. Menudo estirón que había pegado el padre Martines.
–¡Oooh! Por poco me arrancas el brazo.
–Lo siento, padre Li Madou. Pero es que estamos en un peligro muy grande.
Li Madou era más fácil de pronunciar para los chinos que Ricci Matteo, con el apellido precediendo al nombre.
–¿Qué pasa, Martines?
El padre Francesco Martines, que antes se llamaba Huang Mingshao, era el novicio más fiel y devoto que pudiera haber. Su nombre era un homenaje a un padre muy querido ya fallecido.

Matteo Ricci

–Unos hombres malos han entrado en la Misión. El padre de Petris ha ido abajo a parlamentar con ellos.
–Pero, nuestros muros son… ¿Dejaste bien cerrado anoche, Martines?
Los muros de la Misión Jesuita en Shaozhou eran altos, tanto que levantaban suspicacias entre los lugareños.
–Yo mismo me aseguré de que todo quedase bien cerrado, padre Li Madou. Deben de haber trepado o…
–O, ¿qué?
–Que alguien les ha dado escaleras para trepar.
Puuum.
–¿Qué ha sido eso, Martines?
–Es la puerta del edificio.
–La puerta, sí.
–¿Entonces?
–Entonces es que están dentro, Martines.
Se oyeron golpes y quejidos. Alguien subia por la escalera.
–Son ellos, son ellos, padre Li. Vamos a morir.
La puerta se abrió de par en par. No eran malhechores. El padre de Petris se aguantaba medio inconsciente entre dos monjes legos. Llevaba la cabeza ensangrentada.
–Dos de los nuestros están muertos –dijo un lego.
Ya se los oía. La turba subía.
–¡Madre de Dios santísima!
Martines ponía cara de miedo. Todos la ponían. Había que mantener la calma y salvar a la gente.
–Iremos a la biblioteca por el pasillo largo. Es el punto más protegido.
Estaba oscuro.
–El sagrario, padre Li, el sagrario. ¿Voy, padre?
–No, Martines, no. Ahora debemos salvarnos nosotros.
Pasos de miedo. El pasillo no se acababa. Todos los padres, de uno en uno. Ya estaban dentro.
Justo al cerrar la puerta de la biblioteca, el pasillo se iluminó al fondo. Las teas de los intrusos perfilaban un reflejo siniestro en las paredes. Un bosque de palos agitados se acercaba como una furia maligna.
–¡Cerrad, pronto! ¡Atrancad la puerta con estas mesas!
Pum, pum.
–La puerta no aguantará mucho, padre Li.
–Estas mesas son ligeras. Martines, ayúdame a empujarlas. Las atrancaremos con esas sillas. Los otros, coged el mapa y el diccionario, y también los grabados que podáis. Salvad el diccionario primero.
Los monjes se llevaron al padre de Petris, el mapa y el diccionario por la puerta de detrás. Aquel era el primer diccionario chino – portugués del mundo. Los esfuerzos que había costado.
–¿Qué grabado cogemos, padre?
–El de Po-do-lo sobre las aguas. Ese grabado trae suerte.
–¿El qué? –preguntó un padre portugués nuevo en la Misión.
–Es Pedro andando sobre las aguas. Aquí San Pedro es Po-do-lo. Con él pude explicar…
Crac, pum. Un hacha reventó la parte superior de la puerta.
–!Oh, Dios mío!
— Martines, estos pliegos deben llegar al gobernador. ¡Asegúrate!
–Oh, padre Li. Esto que habéis escrito es muy bonito, una caligrafía muy bella.
–¿Te gusta? Es un tratado sobre la amistad.
Un trozo de puerta salió despedido rozando la cabeza.
–¡No hay tiempo, Martines! Llévate los papeles. Yo los aguantaré con la mesa.
Un hacha salió de entre los jirones de la puerta. El secuaz gateó por la mesa como un tigre.
–¡No! ¡Dios mío! Aaaahhh.
La sangre manaba por el tajo del brazo. Se veía el hueso.
–¡Yo no os dejo aquí, padre Li!
–¡Martines! ¡Los papeles! ¡Salva los papeles!
–Ya se los han llevado.
El pobre Martines interpuso su cuerpo como si fuera un parapeto. En su ceguera destructora, los atacantes no repararon en la túnica oscura del padre Martines.
–Aprovechemos ahora, Martines.
–Yo le ayudo, padre Li.
Tarde. El malhechor se detuvo y sonrió con malicia. Cogió su tea y las maderas y los papeles empezaron a arder, muy rápido. Humo. Ahogo. El fuego cortaba la salida. Martines corrió a la ventana y de un golpazo rompió los listones y la pantalla de celofán.
–¡Vamos padre Li, ahora o nunca!
–No, Martines, no.
Martínes cogió el brazo de su mentor y saltó al vacío.
–¡Aaagh!
–¿Padre Li?
–¡Me he roto el tobillo! Escápa tú.
–Que yo no lo dejo, padre Li.
Con mucho esfuerzo, el padre Martines agarró a su mentor y empezó a andar.
–¡Madre de Dios bendita!
Los asaltantes estaban ahí blandiendo sus palos.
–Corre por lo que más quieras, Martines.
–Yo no lo dejo, que lo matan.
Se acercaban lento, sabedores de que la presa estaba atrapada. Martines chilló como un poseído. Los gritos los hicieron dudar. Chilló más, y tanto chilló el padre Martines que los malhechores acabaron huyendo, seguramente porque temían que el escándalo atrajese a la patrulla de policía nocturna. Días después, el magistrado de la prefectura explicó que el ataque se debía a las suspicacias que levantaban esos muros tan altos de la misión. Los budistas decían que eso era la prueba de que la misión jesuita escondía secretos.
–Hay rumores de que conspiráis con los portugueses de Macao para invadirnos –dijo el magistrado–. Los budistas afirman que…
–No somos espías, honorable magistrado.
–Padre Li.
–No, no, magistrado dilecto. Somos monjes, solo monjes.
–¿En qué mundo estáis, padre Li Madou? Llevamos años de sequía. Hay unos bandidos a los que dirige un mago terrible. ¿Es que no sabéis que el general japonés Hideyoshi Toyotomi tiene planes para invadir Corea, y también China? Aun recuerdo las matanzas que hicieron los piratas y, para muchos, los portugueses son precisamente eso, piratas. La gente se cree lo que sea para sentirse más segura. Y si el culpable lo tienen confinado entre vuestros muros… pues eso, que ya saben dónde está y así se quedan tranquilos.
Nunca se encontró a los cabecillas de la turba que había atacado la misión. Eso sí, afortunadamente, los papeles se salvaron, incluido el primer diccionario chino – portugués de la historia, el mapa de Asia y el grabado de Po-do-lo. Eso sí, Matteo Ricci caminaría con una leve cojera el resto de su vida.

 

El palacio de la memoria
Matteo Ricci (Li Madou) nació en 1552 en Macerata, en la costa oriental italiana. En 1571, Ricci ingresó como novicio en la orden jesuita de Roma, donde recibió una amplia formación en teología, humanidades y ciencias. Después pasó cinco años de aprendizaje en Goa (India) y Macao.
Ricci llegó a China en 1583 y fijó su residencia en el próspero centro comercial y administrativo de Nanchang, provincia de Jiangxi. En 1595, cuando fue atacada la Misión, Ricci ya dominaba la lengua china, pudiendo leer quinientos ideogramas al azar y , a continuación, repetirlos en orden inverso. A finales de ese mismo año, Ricci mostró su confianza en sus recién estrenadas destrezas lingüísticas escribiendo, en ideogramas chinos, un libro de máximas sobre la amistad extraído de diversos autores clásicos y de los padres de la Iglesia. Presentó este manuscrito a Lu Wanghai, un príncipe de la casa de la dinastía Ming, que gobernaba China en esos tiempos. El príncipe letrado Lu Wanghai también vivía en Nanchang y ya le había invitado con frecuencia a los banquetes que daba en su palacio. Lu Wanghai era un hombre de valía, había superado los exámenes gubernamentales superiores con notas excelentes y había obrado con distinción en la administración judicial, financiera y militar. Ricci pretendía instruir en sus técnicas de estudio a una familia que estaba en la cúspide de la sociedad china. En sus inicios Ricci había impresionado ala elite de los letrados con su capacidad para predecir eclipses. Aprovechando esa ventaja, se propuso cosas mayores.

Matteo Ricci y la astronomía

En 1596, Matteo Ricci enseñó a los chinos a construir un palacio de la memoria. Las dimensiones del palacio dependían de cuanto se deseara recordar. Una sala pequeña, un pabellón, un edificio. Crear un espacio interno, un rincón en un pabellón, o un altar en un templo, o incluso un armario o un diván. Estos palacios, pabellones, divanes, eran estructuras mentales que había que retener en la cabeza, no objetos sólidos para construir materialmente. Tales lugares de la memoria podían extraerse de la realidad, objetos que se habían visto con los propios ojos y que se trajeran a la memoria; también podían ser totalmente ficticios, productos de la imaginación evocada; o podían ser mitad y mitad, como un edificio que se conociera perfectamente y a través de cuyo muro trasero se hiciera una puerta imaginaria o en medio del cual se creara una escalera mental que llevara a pisos superiores que no hubieran existido antes. El verdadero propósito de estas construcciones mentales era ofrecer espacios de almacenamiento para la míriada de conceptos que componen la suma del conocimiento humano. A cada cosa que queremos recordar le atribuimos una imagen y a cada una de estas imágenes le asignamos una posición donde pueda reposar en paz hasta que estemos preparados para recuperaría.
Los primeros palacios de la memoria se atribuyen al poeta griego Simónides y a Plinio el viejo. En general, los católicos fueron los que más creyeron en la memoria. Para Santo Tomás de Aquino los sistemas de memoria formaban parte de la ética en lugar de ser tan solo una parte de la retórica. El de Aquino consideraba la importancia de las imágenes de la memoria en forma corporal, para impedir que las corrientes espirituales abandonaran el alma. La memoria era un medio para ordenar las intenciones espirituales, para recordar el cielo y el infierno. No es casual el detalle de la descripción del infierno en la Divina Comedia de Dante. Ciertamente, la memoria también ha tenido sus detractores: Erasmo, Rabelais, Bacon y, recientemente, Montserrat Gomendio, ex-Secretaria de Estado de Educación y pareja sentimental del ex-ministro Wert.

Matteo Ricci con un letrado

Los peligros y la violencia
El mundo infantil de Ricci estuvo plagado de guerra y violencia. En las calles de su Macerata natal se mataban a tiros y, fuera de sus muros, los mercenarios desertores de las guerras del norte se unían en bandas que vagaban por el campo con total impunidad. También supo de la batalla de Lepanto (1571), Alcazarquivir (1578) o del terrible cerco español de Amberes (1585). Ricci dice: “Los miembros de la raza humana se causan la destrucción los unos a los otros: fabrican instrumentos sanguinarios con capacidad para cortar manos y pies, y separar las extremidades del torso (…) Hoy en día se piensa constantemente en técnicas nuevas y se sueña con formas de aumentar el daño que provocan.”
China, con ciudades en cuyo interior se prohibían las armas y con la jerarquía civil de los letrados situada por encima de la militar, fascinó a Ricci: “Mientras que entre nuestra gente, el más noble y valiente se convierte en soldado, en China es el más perverso y cobarde quién se ocupa de los asuntos de la guerra.” Para Ricci, los chinos era menos belicosos que los europeos. “Utilizan la pólvora no tanto para sus arcabuces, de los que tienen pocos, como para sus exhibiciones de fuegos artificiales.”
Pero aunque Ricci sedujera a los letrados, la violencia de la Macerata alborotada de su infancia siempre lo persiguió. En sus primeros años en China, lo obligaban a estar presente cuando se azotaba a las víctimas. Una vez cuidó con otro padre a un criminal al que le habían dado ochenta golpes. El reo murió un mes después. Ricci escribe: “Las víctimas son golpeadas en audiencia pública en la parte posterior de los muslos, tendidos en el suelo; son golpeadas con un palo de la madera más resistente posible, del grosor de un dedo, cuatro dedos de ancho, largo como dos brazos extendidos. Los administradores del castigo sujetan el palo con las dos manos y aplican gran fuerza, dando ora diez, ora veinte, ora treinta golpes, mostrando gran crueldad, tanta que con el primer golpe a menudo se llevan la piel, y con los demás golpes la carne, trozo a trozo, de lo que muchas personas mueren.”

Año 1605.
–¿Dónde está el padre Martines? –preguntó Ricci tras llegar de un viaje al interior.
–Lo detuvieron hace tres días, padre Li –dijo el lego.
–¿Qué ha hecho?
–Hay rumores de que los españoles quieren invadir China desde las Filipinas. Aquí se recuerda que hace dos años los españoles pasaron a veinte mil chinos a cuchillo en Manila.
–Pero el padre Martines…
–Se ve que lo denunció ese agustino, Michele Dos Santos. Al padre Martines le encontraron mapas y un libro en portugués. Lo consideran un espía.
–¡Dios bendito! Si se los di yo. ¡Vamos a la cárcel!
–Si padre, a usted los guardias le harán caso.
–Eso. Vamos a salvar al padre Martines.
El padre Francesco Martines murió de las palizas que recibió en el interrogatorio y Ricci lloró su muerte con amargura. Los chinos le decían que parecía viejo. «Vosotros me ponéis las canas», les respondía. “Peligros frecuentes, peligros de ríos, peligros de salteadores, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblados, peligros por mar, peligros entre falsos hermanos.»
Matteo Ricci murió en 1610. Le fue concedido el privilegio de ser enterrado en suelo chino, y todavía reposa allí.

Tumba de Matteo Ricci en Beijing

PD. Este relato utiliza información del libro “El palacio de la memoria de Matteo Ricci”, Jonathan D. Spence, 2002.