Tras las huellas de Matteo Ricci (1)
Tras las huellas de Matteo Ricci (1)
El arduo camino de la tolerancia
Roma, año 1656 de nuestro señor.
El monje Francois Pallu y su compañero Lambert de la Motte seguían a monseñor Nickel por el bosque de los pasillos vaticanos. Pallu estaba ansioso, el hermano de la Motte no decía nada. Sabían que ese día marcaría el resto de sus vidas.
–Cuando entremos allí, no digáis nada –dijo monseñor Nickel.
Goschwin Nickel, el Superior de la Compañía de Jesus desde 1653, era un anciano de 74 años nacido en la fría Westfalia. En su larga vida había sufrido los horrores de la Guerra de los Treinta Años y la disputa con los jansenitas, de la que la Compañía había salido muy mal parada. Once años hacía que el Papa Inocencio X, presionado por los dominicos, los franciscanos, los agustinianos y los españoles, había decretado entonces que los ritos a los ancestros de ese catayano llamado Confucio eran contrarios al cristianismo. Las fortunas de la Compañía en Extremo Oriente habían sufrido mucho por esa prohibición.
El hermano Pallu sentía una gran pena en su corazón. Desde novicio, había admirado las andanzas del padre Ricci en Catay y había pasado años aprendiendo esos hermosos trazos de los catayanos con el diccionario de los padres Matteo Ricci y Michelle Ruggieri. La juventud pide ver mundo. Evangelizar a los gentiles de ultramar era una buena perspectiva pero, si la prohibición de los ritos no se levantaba, el viaje no sería posible.
Un hombre apareció en el umbral de la entrada. Vestía la toga cardenalicia con elegancia, con un cuerpo grácil, aunque rozaba la cincuentena.
–Su Santidad os espera.
–Y nos os agradecemos este encuentro, eminencia –contestó el Superior Nickel. Era una sorpresa. El cardenal Antonio Barberini volvía a ser el Prefecto de la Sagrada Congregación de la Propagación de la Fe. El nuevo Papa restituía el poder de la casa Barberini, postergada por Inocencio X. Se intuía allí la mano del cardenal Mazarino.
–Monseñor Nickel… –insistió Barberini.
–Oh, sí, sí.
Postrado en esa estancia cualquiera se sentía pequeño, y no era por el tamaño, sino por el lujo y las preciosidades que albergaba. Finos tapices en las paredes, oro labrado, maderas pulidas y unos candelabros más grandes que un hombre. Sólo uno tenía las velas encendidas.
–Exponed esta demanda vuestra, nos escuchamos, –le dijo Barberini al padre Nickel con voz suave pero apremiante.
Goschwin Nickel expuso con brevedad la conveniencia de considerar que los ritos de los ancestros de Confucio eran compatibles con la fe. El Superior de la Compañía de Jesús habló con tino y elocuencia pero sin saber a quién dirigirse. Una sombra estaba silenciosa en el rincón oscuro.
Antonio Barberini escuchó calmo mientras se mesaba el fino bigote que adornaba su atractivo rostro. La Sagrada Congregación de la Propagación de la Fe que volvía a dirigir tenía a su cargo la difusión de la doctrina católica por todo el orbe y cuidaba del rigor de las enseñanzas cristianas hacían allende los mares. Barberini también era arzobispo de Reims, un mecenas de las artes y un soldado.
— Convendréis, padre Nickel, en que el visitador de la Compañía en Asia en tiempos del padre Ricci, Alessandro Valignano, fue un hombre de gran talento. Y Valignano decía que los indios son gente corrupta y sucia, incapaz de trabajar y ser de provecho. De los nipones de Cipango decía que son piratas y belicosos. La tragedia de Nagasaki confirma estas conclusiones. Veintiséis hermanos monjes crucificados. Seis décadas hace y ese dolor todavía resuena. Cipango se ha perdido. Entre tanta iniquidad, ¿por qué hemos de transigir con los catayanos?
–Catay es grande, eminencia, tan grande que la mente no lo puede concebir –respondió el Superior de la Compañía–. Sus ciudades son más populosas y limpias que las de Europa, con calles pavimentadas donde se prohíben las armas, sus gentes son doctas, sus viandas sabrosas y sus artefactos tienen mucha ciencia.
El padre Nickel había podido ver los últimos años del padre Ricci y podía transmitir parte de sus sentimientos.
–Esa tendencia a la cobardía la podrían aprovechar otros –respondió Barberini–. Tenemos noticias de que los españoles podrían plantearse invadir Catay desde Filipinas.
–Y sería una gran calamidad para ellos.
Barberini sonrió ladino.
–Si Catay es cristiana, los españoles no tendrán motivos –añadió Nickel. –. Era el sueño del padre Ricci.
–El padre Ricci, el padre Ricci –sonó una voz débil desde el rincón oscuro –. También nos hemos leído los prodigiosos hechos del padre Matteo Ricci.
Pudo verse entonces el rostro extremadamente pálido del Papa Alejandro VII, el Papa Fabio Chigi. Su frente ancha y redonda, de color hueso, era desproporcionada con unas mejillas enjutas acabadas en una perilla fina y gris.
–Os ruego disculpéis la vanidad de este siervo de Dios –respondió apurado el padre Nickel.
Siguieron unos instantes de severo silencio. El superior de la Compañía estaba desconcertado. El Papa Fabio Chigi le daba miedo porque era un completo enigma. Goschwin Nickel era un sabio para quien todo debía tener una estructura lógica. En las disputaciones de la Compañía, nadie podía con la capacidad de argumentación de Nickel, pero el nuevo Papa –apenas llevaba un año en el puesto—lo desconcertaba. Del Papa Chigi decían que venía a regenerar la Madre Iglesia, que repudiaba el nepotismo y que era amante de la austeridad. Las malas lenguas decían que trabajaba en una sala llena de calaveras y que dormía en un lecho duro como el hierro. Pero el lujo de esa estancia y los favores que ya había otorgado a sus hermanos y a la casa de los Barberini indicaban que el nuevo pontífice era todo lo contrario de lo que se decía de él.
Decidme, estimado y bien apreciado monseñor Nickel, ¿por qué hemos de discutir acerca de una cuestión ya que se discutió hace tan solo once años?
–¿Santidad?
El Papa Ghigi se levantó y empezó a acariciar uno de los candelabros dorados.
–¿Acaso somos nos mejores que nuestros ilustres antecesores? ¿Acaso diremos ahora cosas más sabias que ellos?
–Hay creencias que estaban incompletas en el pasado. Las matemáticas no eran correctas antes de que llegase Euclides, y el de Aquinas vino a completar…
El Papa Chigi levantó la palma de su mano y Nickel calló.
–Decidme, padre Nickel. ¿Los astrónomos de la Compañía son doctos?
Una gota de sudor caía por la frente del Superior de la Compañía.
–Nos esforzamos.
–¿Qué pensáis de Copérnico, monseñor?
Por un momento Goschwin Nickel se quedó lívido. El hermano de la Motte hizo ademán de socorrerlo, pero el buen anciano se sobrepuso. Antes de ser el Papa Alejandro VII, Fabio Chigi había sido el Inquisidor de la Isla de Malta, la roca en medio del Mediterráneo, tierra de los caballeros hospitalarios de la Orden de San Juan, bastión de la resistencia contra el turco. El anciano Nickel tragó saliva y puso cara de resignación. Si la respuesta no era la adecuada, las consecuencias serían graves.
–Decidme, ¿Creéis que Copérnico estaba en lo cierto? ¿Creéis que la Tierra da vueltas alrededor del Sol?
–Dios no quiera que caigamos en semejante confusión –se apresuró a responder Nickel–. Está bien probado que la Tierra es el centro del universo.
El padre Nickel hizo un gran esfuerzo y se arrodilló ante los pies del pontífice. El Papa sonrió calmo:
–Entonces, si ya ha sido probado que Copérnico estaba errado, ¿por qué hemos de discutir algo que también está probado por nuestros antecesores?
–Santidad, este hombre que os habla es viejo y de pobre entendimiento. Sólo sabemos que la tolerancia del padre Ricci con los ritos chinos venía del amor. Porque nuestro hermano Matteo Ricci amó a China y a sus gentes y llegó a lo más profundo de sus almas. Catay no es tierra de salvajes, no es tierra de gente sin fe. El padre Ricci se dio cuenta de que China es una sociedad avanzada, letrada y jerarquizada, a diferencia de lo que los europeos hemos visto en las otras indias. El padre Ricci aprendió que en China coexisten tres religiones que en muchos casos se complementan: el budismo, el confucianismo y el taoismo. Matteo Ricci supo ver que ninguna de estas religiones tiene una cosmología definida. El budismo no define la figura de un dios como el cristiano. El taoismo, que es la religión autóctona de China, dice que el Tao que puede ser hablado no es el Tao, que no se contradice con la afirmación nuestra de que Dios es el que es. Por último, el confucianismo no es trascendente y muchos consideran que no es una religión sino más bien una regla del buen obrar. Ricci vio que la parte central de todos los ritos chinos era el culto a los ancestros, lo que para un cristiano es bueno. Para Ricci el cristianismo completaba y daba coherencia a todo el entramado religioso de China. Tradujo la palabra Dios como Tianzhu (señor de la Cielos en alfabetización pinyin). Para el hermano Matteo Ricci, Dios completa la tradición milenaria de esa tierra. Nuestro hermano Ricci fue aceptado entre las élites de ese mundo lejano, y tanto lo apreciaron que incluso le dieron un pedazo de tierra para que pudiera descansar hasta el día del Juicio. Después, cuando nuestros hermanos Dominicos vinieron de Filipinas, se mezclaron con la gente y determinaron que los ritos a los ancestros eran paganos, las puertas se nos han cerrado. Nos venimos aquí a que volvamos a abrir esas puertas.
–Nos sabemos eso, monseñor, lo sabemos. Ahora dejadnos descansar.
–Sabréis pronto nuestra decisión, monseñor –añadió Antonio Barberini.
Goschwin Nickel salió acongojado de los aposentos papales. Pallu y su compañero de la Motte sabían que no había muchas esperanzas.
Al cabo de tres meses, los hermanos de la Compañía Francois Pallu y Lambert de la Motte partían a Indochina con este mandato de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe:
“No actúes con celo, no saques argumentos para convencer a estas gentes de que cambien sus ritos, sus costumbres o sus usos, excepto si son evidentemente contrarias a la religión y a la moral. ¿Qué puede ser más absurdo que llevar Francia, España o Italia, o cualquier otro país europeo a la China? No les lleves nuestros países sino la Fé, una Fé que no repudia ni hiere los ritos o los usos de las gentes, siempre que no sean repugnantes, sino que los preserva y los protege.”
Ni Goschwin Nickel, ni Francois Pallu y Lambert de la Motte vivieron para ver la promulgación en China del edicto de Tolerancia de la Cristiandad.
Los europeos son muy callados, no provocan disturbios en las provincias, no dañan a nadie, no cometen crímenes y su doctrina no tiene nada que ver con las sectas del Imperio ni muestra tendencias sediciosas. Por eso nosotros decidimos que todos los templos dedicados al Señor del Cielo deben ser preservados y que debe permitirse entrar en ellos a todos los que quieran adorar a ese dios, para ofrecerle incienso y celebrar ceremonias de acuerdo con las antiguas costumbres de los cristianos. Por tanto decreto que no se les presente ninguna oposición.
Firmado, Kangxi, el Hijo del Cielo.
El edicto elevaba al cristianismo a un estatus de igualdad con el confucianismo. La tolerancia, que es muy diferente de la indiferencia, había dado un paso de gigante. Y el Papa Alejandro VII, decretó que Copernico tenía razón.
Después todo se torció. Clemente XI volvió a decretar que las enseñanzas de Confucio iban contra la doctrina cristiana en 1705. El emperador Kangxi, cosmopolita y reformista pasó. Llegó el conservador Qienlong, China emprendió un triste camino de guerras, crueldad, decadencia y deshumanización. Tras siglos de desencuentro, en 1939, Pio XII decretó que las enseñanzas confucianas y el culto a los ancestros eran compatibles con el catolicismo y el Vaticano II ratificó lo que ya había aprobado el papa Alejandro VII en 1656.